Para entender el territorio en el que se encuentra el mundo del arte actual, donde los artistas se han convertido en productores de obras que buscan desesperadamente la aprobación de los curadores y los galeristas para subir una posición en esa persecución del éxito que ahora esta asociada a lo material (el precio al que se venden las obras, el prestigio de las galerías que promueven o venden su trabajo, el prestigio de los curadores que los firman, los espacios donde los invitan a exponer, la internacionalización del trabajo, etc.), hay que entender primero el momento social, político y económico en la que se mueve el mundo de hoy, en donde coexiste el mundo del arte.
En la sociedad en que vivimos el hombre fue rodeado por unas normas sociales, políticas y económicas que han terminado por privilegiar la razón sobre lo sagrado, ese esquema de la razón ascendente en el que el hombre persigue una ilusión de progreso que camina siempre hacía adelante sin detenerse o retroceder, donde los viejos esquemas quedan atrás y la promesa de un futuro pleno se abre en el horizonte. Pero, al mismo tiempo, en ese mundo el hombre debe coexistir con la instantaneidad que propone la sociedad del espectáculo, donde se termina anulando la idea de futuro, al anular el pasado y reducir todo al instante. Walter Benjamin al hablar sobre el cuadro de Klee titulado Angelus Novus, ya nos deja ver en sus reflexiones algo de esa imposibilidad actual de conservar el pasado y de ese viento que nos impulsa con desesperación a un futuro que no vemos. Ese viento es lo que en la sociedad moderna llamamos progreso: “(…) Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonadas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso (…)”.
Entre esas ruinas de las que habla Benjamin ha quedado lo sagrado como parte de eso que ha sido superado y sobre lo cual el ser mítico quisiera regresar, buscando quizás la vieja certidumbre de un orden que se imponga al caos que vive en la tempestad y donde se hace imposible cualquier construcción de estabilidad. El Angelus Novus no es otra cosa que la imagen que la sociedad moderna se ha construido de si misma; una sociedad llena de secularización que ha separado los conceptos y los ha vuelto contrarios: emoción – razón, tradicional – moderno, decadencia – inédito. Sobre las categorías de la secularización se ha construido gran parte de la semántica de la modernidad, señalándola en diferentes direcciones: diferenciación de esferas sociales, privatización, individuación, transposición de creencias y modelos de comportamientos, desinterés de la sociedad por lo sagrado, desacralización del mundo e internacionalización. Visto de esta manera lo sagrado ha quedado como una etapa superada por el desarrollo de lo material. Así la búsqueda inicial del hombre, una construcción espiritual intangible, ha sido remplazada por la búsqueda actual del hombre, una construcción material tangible.
Para Benjamin es precisamente en ese cambio donde el hombre perdió el equilibrio del ser, ese momento en el que fue expulsado del paraíso y perdió el acceso al disfrute del mundo en su plenitud y su autenticidad: el hombre ya nunca está conforme con su realidad, siempre desea más de lo que tiene, siempre le hace falta algo y la mayor parte de su tiempo lo ocupa en esa búsqueda desesperada de lo que le falta, que al conseguirlo ya es insuficiente, pues habrá algo nuevo que se desea, haciéndolo así un ser que nunca está complacido. De esta manera se ha sumergido al hombre en una búsqueda desesperada por sus deseos materiales aún no satisfechos, cuya consecución tiene atrás esa idea de progreso que propone la sociedad moderna, negándole en esa misma idea la posibilidad de detenerse, de quedarse sobre un lugar o en un lugar, ya que esto está relacionado con la idea de estancamiento, que en la secularización del mundo moderno se opone al progreso.
Así el hombre de hoy tiene que estar dispuesto a moverse de un lugar a otro rápidamente, persiguiendo esas posibilidades de éxito y alejándose a toda costa del estancamiento. Ese movimiento constante y rápido le ha quitado al hombre la posibilidad de hacer afectos duraderos, de tener raíces, de generar construcciones duraderas en el tiempo, de mirar la profundidad de las cosas, dejándolo perdido en la superficie, en la materialidad. El hombre de hoy debe ser un ser líquido y sin ataduras; cree estar en todas partes a través de la internacionalización del mundo y la creación del Internet, pero por lo general no está en ninguna; cree saberlo todo, pero en su experiencia no sabe nada, todo lo ha aprendido a través de las distintas pantallas que habita (la televisión y la computadora); cree tener 500 amigos, pero en realidad está más solo que nunca. Los hombres han sido aislados a través de las pantallas, destruyendo la idea de grupo y volviéndolos individuos solitarios y débiles, que viven encerrados en un mundo de imágenes.
Cada hombre que vive en este mundo pasa sus días lidiando con el afán que le supone la búsqueda de ese progreso que siempre será insuficiente, con un sistema del capital que ya no está afuera de él, sino adentro de él, donde se ha vuelto preso del mundo del deseo. Es un hombre sin tiempo: olvida fácilmente su pasado; una emoción es remplazada rápidamente por otra; un acontecimiento desaparece al aparecer otro. Al haber perdido esa idea de tiempo y ser sumergido en la inmediatez, el hombre ha perdido la consciencia.
En las sociedades japonesas antiguas se le otorgaba al tiempo la capacidad de revelar la esencia de las cosas “(…) Aquí se cree que es el tiempo en sí el que trae a la luz del día la esencia de las cosas. Por este motivo los japoneses ven en las huellas del crecimiento un encanto especial. Por eso les fascina el color oscuro de un viejo árbol, una piedra horadada por el viento, o incluso los flecos, testigos de las muchas manos que tocaron un cuadro en sus bordes. Estas huellas del envejecimiento se denominan “Saba”, palabra que traducida textualmente significa “roña”. “Saba” es la roña inimitable, el encanto de lo viejo, el sello, la pátina del tiempo (…)”[1]. Al quitarle al hombre la posibilidad de construir en el tiempo, se le han terminado de quitar todas las certezas, dejándolo desprovisto de su raíz y generándole un sentimiento de inestabilidad insaciable.
El mundo del arte ha asumido mucho de esos conceptos como propios y ha creado en el artista esa necesidad de producción desmedida y desesperada, convirtiéndolo en un productor de obras que se aleja de esa idea que concebía al arte como una forma de comunicación entre el hombre y la espiritualidad, donde eran rebeladas esas verdades intangibles del mundo. También se le ha creado la necesidad de internacionalizarse: debe viajar de un lugar a otro haciendo residencias y buscando la oportunidad de participar en eventos internacionales, con la ilusión de ser visto por un curador o una galería que se interese por su trabajo.
Por estas razones hoy vemos realitys (programas construidos de la inmediatez y el espectáculo), en los cuales los artistas deben producir obras bajo unos lineamientos externos a su ser, buscando a toda costa (sin ningún lineamiento ético) la aprobación de reconocidos galeristas y curadores que juzgan su producción y eligen un ganador. El arte visto como mercado y el artista como una máquina de producir obras. Es increíble ver el espectáculo social de las inauguraciones de las exposiciones de los artistas, donde lo que menos importa es la obra expuesta, siendo ésta reducida, de la forma más vil, a simple mercancía, a superficie y a esteticismo, donde todos aquellos que pertenecen o quieren pertenecer al mundo del arte, deben sacar sus habilidades sociales para entablar relaciones, lo más importante quizás, en el mundo del arte actual, para ascender.
A la obra se le ha desprovisto de toda profundidad, volviendo al arte un reflejo de la sociedad del espectáculo, donde lo más importante se ha vuelto la superficie, lo material; donde se recurre a una rebeldía ya no tan rebelde, gastada; donde se hacen actos que importan más por lo espectaculares que puedan ser, por la atención que puedan llamar en el instante, que por lo que puedan transmitir en el tiempo.
Esas ideas de producción desmedida, del deseo de un éxito material, de la necesidad de internacionalización, de la dependencia de curadores y galerías, han llevado a los artistas a entrar en un torbellino donde es difícil sobrevivir y crear: “(…) El talento se educa en la calma y el carácter en la tempestad (…)”. Johann Wolfgang Goethe.
Pero en este momento del mundo se vislumbra quizás una esperanza, una pequeña luciérnaga que brilla intermitente entre tanta oscuridad: vivimos un tiempo de ebullición. La construcción occidental ha sido puesta en crisis y la periferia ha empezado a tomar fuerza. Los países europeos y Estados Unidos están afrontando una crisis económica fuerte, mientras en Latinoamérica se empieza a notar un común interés por las propuestas de izquierda, gobiernos que proponen más igualdad y más justicia social y que se perfilan como puntos importantes para la economía. Esto mismo está ocurriendo en el arte, los grandes curadores y galeristas han empezado a buscar en la periferia, eso que ha empezado a morir en el mundo occidental.
En la periferia los hombres empezamos a estar entre dos posibilidades: está la opción de seguir imitando el arte y el cine europeo con temas de la periferia, aquello que se reconoce como lo establecido, hasta en el cine o arte que se hace llamar independiente, y está la opción por crear desde nuestras raíces, desde lo que somos, un lenguaje y un estilo propio, que renuncié a la copia de los modelos que nos ha impuesto occidente.
En esa misma disyuntiva se encuentra lo político, lo social y lo económico: continuar con el modelo capitalista, cambiando los países dominantes o hacer una propuesta de un mundo y una sociedad diferente.
Es ese punto de quiebre, esa posibilidad de cambio lo que para mí hace importante este momento histórico.
Pero, ¿Cómo se llegó a este punto?
Para mí, más allá de las explicaciones económicas que han generado la crisis, la respuesta está en la infelicidad que enfrenta el hombre de hoy. La insatisfacción que propone este sistema del consumo, ha creado hombres infelices, inestables, sin importar su posición económica: ni siquiera los más ricos se encuentran satisfechos. Esa infelicidad está tocando límites y se está convirtiendo en el motor de este momento, donde tan sólo se ha empezado a dibujar en el horizonte la posibilidad de un cambio. Al parecer ya los hombres no quieren soportar más infelicidad bajo la promesa de un futuro mejor, que con el pasar de los años no han visto llegar. Por esta razón se están empezando a volcar a las calles a reclamar un presente y se ve cada vez más la constante de jóvenes que plantean un mundo de reconexión con antiguos valores, aquellos que habían sido dejados atrás por el progreso.
¿Cuál sería entonces el papel del arte en este momento?
“El sentido del arte que no quiere ser consumido consiste en explicar por si mismo y en su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir: explicarle al hombre cual es su motivo y el objetivo de su existencia en nuestro planeta. O quizás no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a ese interrogante”. Andrei Tarkovski.
[1] Ovtchinnikov. Esculpir en el Tiempo de Andrei Tarkovsky